DIPLOMACIA DE «DANCE FLOOR» Y DIPLOMACIA DURA DE ESTADOS UNIDOS

Reyes, G. (2015). Frechette se confiesa. Planeta. Costos, James; Roncagliolo, S. (2018). El amigo americano. El hombre de Obama en España. Debate. (Kindle 10,44€)

J. Alexander Rojas R.

rojasalexander@unbosque.edu.co

 

En medio del tono controversial que hoy y siempre ha caracterizado la diplomacia norteamericana resulta muy apropiada una lectura comparada que arroje luz sobre las muy variadas formas que adquiere su política exterior en el mundo y, muy particularmente, la diversidad de perfiles de los embajadores que la ejecutan en cada país y en momentos determinados de la historia. Es el caso de James Costos, embajador de Estados Unidos en Madrid (2013-2017), quien recibió la noticia de su nombramiento directamente del presidente Obama y su misión diplomática fue comunicada en medio de una informal conversación en la piscina de la Casa Blanca, de cuyo diseño se encargaba desde los primeros días de la transición presidencial su pareja, el famoso diseñador Michael Smith. Costos había labrado su carrera profesional en el exclusivo circuito de la moda París-New York, para luego saltar a la gran industria del entretenimiento de Los Angeles y Hollywood de manos de un alto cargo ejecutivo en la cadena HBO. La labor diplomática parecía sencilla: “[Espero] que salgas de la embajada. Que viajes. Ve a buscar a la gente de España y Andorra, y cuéntales historias de esperanza y éxito de nuestro país” (Costos & Roncagliolo, 2018, p. 251), fueron las palabras de Obama.

41144999._UY500_SS500_.jpg
 
Frechette-100.jpg

Muy por el contrario, Myles Frechette, embajador americano en Bogotá (1994-1997), debió recibir su nombramiento con la fría informalidad de la burocracia del Departamento de Estado. Su vida profesional se forjó desde sus inicios en el Servicio Exterior norteamericano; auténtico diplomático de carrera. Antes de llegar a esa Colombia enrarecida por el proceso 8000 de Samper y los últimos coletazos de los grandes carteles, Frechette había pasado las últimas dos décadas en Asuntos cubanos, conociendo de primera mano el embargo comercial y las non-sanctas estrategias del FBI y la CIA desde Miami. Después, tras rechazar un puesto consular en Noruega por considerarlo “uno de los países más aburridos del mundo”, su castigo fue un circuito de cargos de segundo orden en lugares de segundo orden como Honduras y El Chad. Sin embargo, su experiencia con la enredada política latinoamericana debutó con los controversiales regímenes de los años setenta en Perú, Brasil y Venezuela. Mientras colaboraba en Washington con el Subsecretario de Estado para América Latina, le fue asignada su misión diplomática en Colombia bajo tres objetivos muy precisos:

 

“uno, regresar la extradición…; dos, sacar de la Policía al general Vargas y nombrar como comandante a Rosso José Serrano…; tres, terminar con el cartel de Cali” (Reyes, 2015).

 Ambos casos, por más disímiles que parezcan, resultan un rico compendio de datos de la alta política norteamericana en el mundo, observaciones muy agudas de la privilegiada perspectiva de un embajador, y experiencias disruptivas para el contexto propio de cada Estado anfitrión. Por una parte, El amigo americano resulta una suerte de autobiografía de James Costos, un total desconocido para el mundo hispanoamericano y la diplomacia global a no ser por su vinculación accidental con el gobierno Obama. La curaduría del escritor Santiago Roncagliolo le imprime la narrativa agradable y el estilo cautivador que Costos, quien reconoce su frustración con el español, difícilmente habría logrado. El libro se organiza en cuatro secciones. Las dos primeras muy ricas en aspectos íntimos del autor, los Obama y Washington; y, en la tercera parte, el ex embajador da cuenta del carácter disruptivo de su gestión. Grandes fiestas, que servían de plataforma para una nueva forma de “diplomacia de la pista de baile”, y la vinculación permanente de la embajada con minorías marginadas de las formas tradicionales de la diplomacia, dan cuenta de ello. Un espíritu que representaba el carácter mismo del presidente, permitiendo que gente del común se sentara en la misma mesa con grandes figuras de la política doméstica o de Silicon Valley. La última sección le da un respiro al lector de la intensa vida pública de este embajador gay en Madrid, cuya misión diplomática culminó con el término del gobierno Obama. Un hecho que ratifica una vez más esa cercanía casi íntima con la familia presidencial, la cual no solo pasó sus primeras horas como ciudadanos corrientes en la casa Costos-Smith en Los Angeles; mas, en el caso de Michelle, terminó vinculada con España a través de su reciente estadía en Palma de Mallorca, donde el ex embajador y su pareja disfrutan de sus veranos hace ya algunos años. 

 Por otra parte, Frechette se confiesa es una larga entrevista organizada bajo la rígida estructura de pregunta/respuesta. Este aspecto estilístico ya marca una gran diferencia estética entre la pluma literaria de Roncagliolo y el periodismo de Gerardo Reyes. El método inquisitivo del periodista lo lleva a merodear, una y otra vez, sobre el mismo asunto; como si buscara grandes revelaciones a través de pequeños detalles. Este puntillismo resulta, sin embargo, asfixiante para el lector que termina reconociendo la parquedad y solidez de opinión de Myles Frechette, quien difícilmente modera lo que hacía décadas ya creía como un paradigma. En efecto, el diálogo entre Reyes y el ex embajador se teje en torno a la incontestable verdad, para Washington, de la culpa de Samper en el proceso 8000. Otros asuntos del país como la estrategia de cooperación de Estados Unidos para acabar con el cartel de Cali, o la explícita interferencia de Estados Unidos en el nombramiento de altos cargos en la Policía y las Fuerzas Armadas, parecen secundarios frente al amarillismo, deslucido por los años, que pretende revitalizar el autor con el caso Samper. No obstante, el entrevistado logra desviar muchas veces la atención de asuntos que ya le parecían repetidos para brindarle al periodista detalles interesantes de su vida diplomática, las apreciaciones de la cultura colombiana e, inclusive, la cruda visión de un diplomático enviado a uno de los países más peligrosos del mundo, “un país [que] se iba por el caño pa abajo… con mucho miedo…[donde] lo pueden asesinar a uno” (Reyes, 2015).

 Sin duda, el aspecto más destacado de los protagonistas es la maestría compartida de trazar perfiles de los políticos locales o describir la cultura nacional. A la mejor usanza de los relatos de viajeros del siglo XIX, los embajadores siguen brillando por esa refinada sensibilidad de observación. En este sentido, el tono de latente desconfianza que oculta Costos tras la figura “encantadora y seductora” de Pablo Iglesias (actual vicepresidente y líder de la izquierda radical Unidas), indica esa poderosa habilidad para adelantarse a los hechos más recientes. No parece accidental que entre figuras como el rey Felipe VI, Rajoy (el entonces presidente de gobierno), Albert Rivera (líder del centro derecha Ciudadanos) y el actual presidente de gobierno, Pedro Sánchez, solo a Iglesias haya dedicado un número significativo de líneas y de penetrantes impresiones. Este político que, ya en 2013, había “encendido todas [sus] alarmas” terminó siendo la figura más descollante en la última crisis política española. Pues, mientras el PSOE carecía de mayoría parlamentaria, la extrema derecha ascendía y Ciudadanos junto al PP colapsaban, Iglesias catapultaba la “extrema izquierda” en un gobierno de coalición progresista. Un hecho de la cultura política española que ha debido llamar la atención de Estados Unidos; sobre todo en una Europa que gira hacia el radicalismo de derecha.

 Esta misma agudeza sobre la condición humana es la que se capta en la visión de Myles Frechette, verbigracia, sobre el ex presidente Álvaro Uribe. Antes de su entrevista personal con el entonces gobernador de Antioquia, hacia 1996, ya el embajador anunciaba que “este señor tiene futuro en Colombia” (Reyes, 2015); inclusive, a pesar de las serias dudas que despertaban sus presuntas relaciones con paramilitares y narcos para la Defense Intelligence Agency. Con el mismo tono casi profético, durante la entrevista realizada en 2015, Frechette declaraba: “Si yo fuera las FARC… no entregaría todas mis armas porque uno nunca sabe si a uno de sus presidentes se le ocurre cambiar de prioridades y deja a las FARC colgadas de la brocha” (Reyes, 2015). En este mismo ámbito de revelaciones sobre nuestra cultura política, el ex embajador da cuenta del carácter anacrónico de un sector de la élite que se atrevió a proponerle “un golpe de Estado” contra Samper. Una petición a la que no solo respondió negativamente, empero, sentenció: “eso ya es cosa de otro siglo” (Reyes, 2015). Finalmente, el lector encontrará muy sugestiva la relación entre la impunidad de la alta clase política local y los intereses estratégicos americanos. De esta suerte, la percepción de Colombia como un “success story” para Estados Unidos podría explicar su silencio frente a la rampante élite nacional; pues, “Estados Unidos no quiere tirarle piedras a personas que ayudaron en eso y Álvaro Uribe es uno” (Reyes, 2015). Al parecer, mientras lo “importante [de la política exterior] sea bajar el nivel de violencia en Colombia” (Reyes, 2015), la nación seguirá condenada a su más añejo mal: la manipulación del Estado de derecho.

 En conclusión, la diplomacia americana en el mundo revela una compleja variedad de prioridades, personajes y formas de actuar en cada país y cada momento. Esa dance floor diplomacy que impuso James Costos en Madrid, rodeada de artistas, actores de Hollywood, jóvenes emprendedores, gays, hombres de negocios y políticos tradicionales, habría sido y, aún hoy, parece impensable para Colombia. El contexto de una violencia que muta constantemente y una lucha contra el narcotráfico más colmada de derrotas que victorias exigen una línea de diplomacia dura, con embajadores de carrera, dotados de una experiencia y un carácter forjados entre regímenes autoritarios, democracias débiles, economías periféricas. En síntesis, países poco “aburridos” como Colombia que gustan más al frío burócrata del Departamento de Estado que al ejecutivo de New York.